Markolino, te están buscando (capítulo 4)

Estos dos eran realmente buenos. Y aunque no podía decirse que eran amigos porque la verdad era que se trataba de personas con visiones de la vida diametralmente opuestas, si era claro que juntos querían llegar a hacer grandes cosas en el mundo de la música. No solo el viejo Hechavarría aceptó a Markolino como su discípulo, sino que además buscó a Sally para hablarle del potencial que el adolescente tenía y de la importancia de darle licencia para empezar a ensayar a diario, aun si tenía que descuidar los deberes de la escuela o las tareas de la casa. La respuesta de la madre fue contundente: “si esto lo aleja de los malandros del barrio, entonces todo habrá valido la pena. Aun si después no sale con nada como el papá, que también se creyó el cuento ese de que se puede vivir de tocar un instrumento”. De otro lado, la situación de Ismael se empezaba a poner difícil, debido a que sus padres se dieron cuenta de que el camino de la música —y por ende el de la bohemia de artista— era una opción seriamente considerada por si hijo. Tanto era así, que sus calificaciones que siempre habían sido sobresalientes y logradas sin ningún tipo de apuro, se habían transformado en regulares resultados que complicaban los sueños parentales de tener por primera vez un médico o un abogado en la familia —un profesional al menos, de lo que fuera. Ya ni siquiera la tía alcahueta se sentía conforme con que su niño bonito continuara con las lecciones de canto y percusión, por lo que el grifo de dólares para financiar la lúdica se terminó de forma súbita y estrepitosa. “¿Qué hacemos entonces?”, se preguntaban los dos chicos, mientras fumaban un Marlboro entre los dos en un callejón al lado de la Grocery donde ya no compraban dulces picantes, sino puchos y alcohol, para según ellos elevar los sentidos y el virtuosismo artístico. Miranda pensaba que lo debido era empezar a buscar trabajos simples luego de la escuela —una tienda, una fábrica, qué se yo— para así poder sufragar los costos de la academia. Por su parte, Dimond pensaba que su compañero era iluso y aburrido por no tener las pelotas para asumir el problema de frente, pero a viva voz lo que proponía, de forma más diplomática, era entrar de una vez por todas a la vida de la noche. “Total, allá es donde vamos a triunfar mi hermano, no en los matrimonios de los italianos ni en los Bar Mitzva de los polacos”, apuntaba con firmeza el negro mozo, que aunque seguía siendo escuálido, con 15 años estaba ya cerca de los seis pies de altura. La cosa era que Ismael, aun cuando era consciente de que el camino al estrellato se parecía menos a un campo de rosas rojas y más a un antro o a una gallera, y como cualquier joven sentía con fervor el llamado a explorar el mundo sin ningún tipo de miramiento o precaución, también consideraba importante cuidar el cuerpo y el alma, al menos un poco al principio, mientras la fama y la fortuna llegaban para hacerle cambiar las rutinas que tanto disfrutaba: saber que la casa de la familia lo esperaba, con sus sábanas limpias, su comida caliente, su cariño patente —aunque fuera expresado a través de palabras duras y miradas fugaces—, y su sensación seguridad aun si afuera el mundo se estuviera resquebrajando. De otro lado, no podía decirse que Markolino estuviera totalmente desarraigado de su familia, pues a pesar de que sólo hablaba con Rosaura cuando necesitaba dinero para las diversiones que el barrio le ofrecía, y que le prestaba poquísima atención a los cada vez más frecuentes reclamos de Sally —“cada día te pareces más a tu papá, que lo único que hacía era oír música, beber ron e irse a jugar dominó con los vagos”—, él trataba de estar ahí para acompañarlas en su cotidianidad, que no era llana. Al ver que la madre venía por la calle con las bolsas del mercado, saltaba como gato montés y bajaba por la escalera de servicio del edificio para alcanzarla antes de que llegara al pórtico y así ayudarla con el cargamento. Le hacía monerías a la hermana cuando la veía preocupada por no poder terminar con la tarea de matemáticas, hasta que lograba hacerla reír y olvidar por un instante la presión que se autoinfligía de ser una estudiante estrella para poder salir de dicha pocilga lo más pronto posible. Los domingos por la tarde y después de almorzar frugalmente en casa, se iban los tres al 8th Street Playhouse —una antigua sala de cine de Greenwhich Village— a ver lo que estuviera en cartelera. De hecho, hacía poco habían ido a la premier de The Sound of Music, el fastuoso musical de Rodgers y Hammerstein, y habían salido con lágrimas en los ojos incluyendo al chico, que comprendió el poder de lo que allí había acontecido gracias a sus innatos dotes euterpianos—. Total, que aunque Markolino sentía afectos por su familia, a la vez tenía hambre de calle y todo aquello que allí podría conseguir para satisfacer sus cada vez más pronunciadas pasiones. En esa medida, la necesidad de conseguir dinero para continuar con el proceso de formación con el maestro Paquito le hacía pensar en otro tipo de labores, probablemente más intrépidas y divertidas que las que sugería Ismael.
La seguridad con la que Dimond proponía sumergirse en los alborotados compases nocturnos no era fortuita, pues para principios de 1966 el aspirante a pianista de orquesta ya se había dado una vuelta por los alrededores de la fiesta latina neoyorquina. En ocasiones, la madre debía hacer turnos hasta tarde en el Welfare —sobre todo antes de las miedosas auditorías que la ciudad imponía a las oficinas públicas que gastaban dinero para atender las necesidades de la gente pobre y marginada—, por lo que no había Dios ni ley que pudieran contener las ominosas ganas de un adolescente de salir a buscarse lo que no se le había perdido. Así fue que en una noche de miércoles de febrero, fría como un hijueputa pero sin nieve, Markolino aterrizó en inmediaciones de Chico East, un club ubicado en Manhattan, de propiedad de un tal León Vázquez y consagrado a la música afrocaribeña. Le habían dicho que la movida entre semana era buena; mientras las masas llegaban a bailar y disfrutar de las orquestas en sábado y domingo, los rumberos más resabiados —incluyendo a los músicos que trabajaban cuando los demás descansaban— acudían en peregrinación para relajarse y pasara bien de martes a jueves. No le había dicho nada a su amigo Ismael, porque como buen lobo solitario, le gustaba cazar sin nadie a su lado. Algo le decía que esa jornada iba a ser especial, por lo que antes de acercarse al local buscó un lugar lo suficientemente oscuro para fumarse el papel de bambú atiborrado de hierba que un hippie del barrio le había regalado días antes. Los vapores verdeamarillos lo hicieron toser primero y lo relajaron después, mientras sentía que la piel que cubría su cara se hacía elástica como los caramelos que tanto adoraba y empezaba a experimentar una sensación de plenitud que, indefectiblemente, lo ponía a pensar en su amado teclado y todo lo que de él podría estar saliendo en dicho momento de haberlo tenido enfrente. Con los ojos perdidos e irritados cruzó la calle que lo distanciaba de la entrada del Chico East, y confiando en que la oscura pelusilla que se había dejado crecer sobre el labio superior sería suficiente para ocultar su minoría de edad, miró con seguridad al celador que controlaba el ingreso y esbozó una tenue sonrisa que buscaba aprobación. La envergadura de su humanidad, la chaqueta de cuello prominente y gastada cuerina negra y la indiferencia del tipo que revisaba hicieron lo suyo, por lo que pudo entrar sin problemas al espacio sometido al imperio de una intensa luz roja. El lugar podía describirse como una gran pista de baile adornada por una barra larga y delgada, unas cuantas mesas gastadas con sillas de terciopelo violeta, y una minúscula tarima con instrumentos para encaramar una orquestica, tal vez un sexteto. En efecto, no había mucha gente, pero si la suficiente como para sentir que se estaba en una fiesta prominente, y eso Markolino lo agradeció porque nunca antes había estado expuesto a una escena semejante. En la barra pidió un trago de ron —dos dólares menos para pagarle a Paquito, ni modo—, y con un poco de timidez desplegó la mirada para ver si “lograba distinguir a alguien conocido” —a duras pernas conocía a los vecinos del edificio donde vivía y a unos cuantos chicos del Tompkins Square. A un cuando él, en efecto, no dio con nadie, alguien si se fijó en él y le causó profunda curiosidad. Se trataba de Rey Roig, un pianista y compositor afincado en Nueva York, que acababa de montar un ensamble de música cubana llamado Conjunto Sensación. Por supuesto, el carismático Roig —con su frondosa cabellera azabache, sus exuberantes joyas doradas y su potente vozarrón que se hacía aun más recio por los tragos— no estaba solo, y junto a él había dos despampanantes mujeres; una lo suficientemente joven como para ser su hija, y otra madura que podría tratarse de su esposa. Pero ni lo uno ni lo otro; la primera era una novia del músico, con la que llevaba saliendo ya varios meses y que lo hacía inmensamente feliz porque le recordaba que alguna vez había sido joven, y la segunda era la hermana del dueño del club. Esta última, Tricia Vázquez, era mejor conocida en el ambiente nocturno como “la Tigrilla”, pues no solo era la feroz administradora del Chico East sino que tenia fama de poseer un apetito consistente, a sus muy bien llevados 46 años, por los mozalbetes. Probablemente quien mandó a llamar a Markolino fue esta última, pero lo cierto es que fue Ray quien le hizo un gesto con la mano repleta de anillos áuricos para que se acercara a la mesa que se encontraba más cerca de la tarima.
Luego de las presentaciones de rigor, y la comprensible actitud silenciosa de Dimond debido a la sorpresa de la llamada, su inmadurez social y el desasosiego que le producía acercarse a gente que parecía importante, el licor empezó a fluir y con él las palabras. Mientras Roig indagaba por la vida de invitado, y en especial el por qué un chico como él había decidido meterse a un pequeño club de veteranos un miércoles por la noche, Tricia ya estaba lanzándole miradas provocadoras sin ningún tipo de prevención —al fin y al cabo, ese era su territorio, y allí tenía el derecho de acechar a quien se le diera la gana—. Y al percatarse de la dinámica de cortejo, pero sobre todo al examinar lo bien que la Tigrilla se veía en ese vestido magenta brillante, cortísimo como para revelar sus protuberantes senos y acuerpados muslos, y acompañado por unas interminables plataformas plateadas, Markolino tuvo una profusa erección y se olvidó de todo lo demás. Aun si parecía que estaba concentrado respondiéndole a Roig que estaba allí porque quería ser músico y buscaba trabajo en el ambiente donde aquello tendría que fluir, en realidad lo que justificaba su existencia en dichos momentos era el imaginarse lo que podría pasar más tarde —lo que efectivamente ocurrió hacia las dos de la mañana—, cuando luego de muchos shots espirituosos, piezas bailadas cada vez más cerca y con eventuales chupones en las orejas y el cuello, y el cierre definitivo del bar para todos los clientes —para casi todos—, Tricia se subía el vestido con la punta de sus largas uñas color carmín hasta dejar toda su humanidad desnuda, se montaba sobre la barra húmeda de alcohol barato, y el ordenaba que se abalanzara sin miramientos a hacerle sexo oral. Y justo cuando el extasiado Dimond se aprestaba a abrir su boca para cumplir con el cometido, la resabiada Tigrilla lo interrumpía con sus manos para proponerle una ceremonia previa. “Primero, y antes de que te me duermas baby, vamos a probar un poquito de esto”, balbuceó la veterana. Fue así que de su pequeño bolso sacó una bolsita transparente que contenía un muy blanco polvo, que desde la inocencia del chico fue originalmente asumida como azúcar pulverizada pero que en realidad era otra cosa mucho más potente y generadora de desenfreno, proveniente de las selvas amazónicas. Luego, vertió dos montoncitos entre sus sudorosos senos e invitó a su amante, con una sonrisa maliciosa, a que se acercara y aspirara. Ya no había vuelta atrás.

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