El gol de Freddy

Estábamos en vacaciones de mitad de año del colegio, y el plan no podía ser mejor; luego de veintiocho años, Colombia volvía a un mundial de fútbol. Para nosotros, niños de ocho, seis y cuatro años, era el primer mundial en el que Colombia participaba, de modo que casi que era el primero de la vida entera. El primer partido, en el que nuestro equipo se enfrentó a la enigmática selección de Emiratos Árabes Unidos, lo habíamos visto en la casa con nuestro padre, absolutamente seducidos por ese ambiente de fiesta en el que se hacían cábalas sobre los resultados de los partidos, se oían canciones alegóricas al “equipo de todos” -cómo olvidar Colombia Caribe del maestro Zumaqué, o Fiesta del Grupo Raíces-, y se cambiaban las “monas” del álbum -nosotros teníamos el chiviado, no el Panini, pero aun así disfrutábamos bajar al parque a buscar las que nos faltaban. Luego del partido contra la agónica selección de Yugoslavia -que unos muy pocos años después se fraccionarían en una gran cantidad de estados-nación-, las cuentas eras claramente precarias; Colombia había ganado en su primera salida gracias a una actuación notable del Gran Capitán, el Pide Valderrama, y a la gran efectividad del buen Bernardo Redín. Sin embargo, los balcánicos nos habían puesto los pies sobre la tierra con una derrota clara, fría, y que evidenciaba que a veces tanto folclor afectaba el rendimiento deportivo. Todo se tendría que decidir en el tercer partido del Grupo D, el 19 de junio de 1990, ante Alemania Federal -sí, el Muro aquel ya se había caído, pero Mattias Sammer no estaba aun con sus compañeros de occidente y así se seguía reconociendo al equipo teutón-. Es decir, ese partido determinaría si luego de la hazaña de haber clasificado a Italia 90 con una generación francamente brillante, podríamos seguir en competencia demostrando suficiencia y pasión en la máxima instancia del deporte que más pasiones genera en el globo, o si tendríamos que irnos a casa más pronto de lo que los hinchas añorábamos. Incluso notros, unos niños bogotanos de clase media que salían al parque a jugar con la camiseta amarilla puesta, soñando que por un rato podíamos emular a nuestros héroes. Las vacaciones de mitad de año para nosotros, los de calendario A, marcaban un compas de espera a la finalización de los deberes escolares, en el que podíamos cambiar de ambiente y poner en aprietos a nuestros padres, quienes tenían que trabajar y no tenían como cuidarnos durante las cuatro semanas de descanso. Afortunadamente, la empresa pública donde trabajaba nuestra mamá -una de esas que muy pronto fue destrozada por los tentáculos creativos de la Apertura Económica del presidente Gaviria- les ofrecía a los hijos de los empleados una semana de “vacaciones recreativas”, en las que se hacían cargo de nosotros y nos llevaban a parques, teatros y sitios en la periferia capitalina. Y ese 19 de junio, justo cuando el partido contra Alemania tendría lugar, nos cayó en medio de esa movida semana. Justo cuando el árbitro Snoddy dio el pitazo inicial, en el ámbito del monumental y moderno Giuseppe Meazza de Milán, el bus que transportaba a 35 niños entre los 4 los 12 años en la ruta Bogotá – Anolaima avisaba su llegada a la plaza principal del balneario cundinamarqués. Allí íbamos los tres hermanos, empaquetados en una silla que originalmente era para dos, y habiendo llegado inermes del inminente riesgo de que alguno hubiese vomitado por las pronunciadas curvas de la carretera. Estábamos preocupados, como muchos otros pasajeros de aquel vehículo, por cómo podríamos ver el partido, o al menos enterarnos del curso de los acontecimientos. El precario bus no tenía radio, de modo que la opción de oír a Edgar Perea no era cierta, y muy seguramente las actividades a las que estaríamos expuestos durante el día no consideraban la proyección de un partido de fútbol, sino carreras de encostalados, cuenteros o caminatas ecológicas para recoger naranjas anolaimunas. Grave la cosa. En este punto podría decirles, asumiendo un tono holliwoodezco, que convencimos al conductor del bus para que frenara en seco y buscáramos un lugar para ver el partido, o que el transporte se quedó sin gasolina por lo que la providencia nos permitió apear justo al frente de una tienda con televisor, pero la verdad es que no me acuerdo qué fue lo que ocurrió. Lo cierto es que mis caprichosos recuerdos nos ubican, unos minutos después, en una de las esquinas de la plaza principal del pueblo, parqueados y teniendo en la visual un aparato a color y con regular sonido, empotrado en lo más alto de un armario de vieja madera, del que alcanzábamos a percibir la batalla en la que, a esa hora, libraban germánicos y cafeteros. La mayoría de los niños nos habíamos apostado en el costado derecho del bus, para poder alcanzar a ver al menos un pedacito de la pantalla del televisor y así seguir los pormenores del acontecimiento que ponía al país a respirar agitadamente y a confluir sus opiniones en un mismo resultado -así fuera de forma excepcionalísima, el fútbol tenía la capacidad de unirnos como nación durante los noventa minutos que duraba un partido de la Selección Colombia-. Desde lo lejos llegaban el angustiado canturreo de William Vinasco y los concretos comentarios de Adolfo Pérez, quienes como maestros de ceremonias trataban de orientar al público hacia lo que era importante ver: un equipo inexperto, pero con toneladas de talento e irreverencia frente al mejor equipo del mundo y, a posteriori, el campeón mundial. Primero Higuita salvando con las yemas de los dedos una genialidad de Klinsmann, luego el “Bendito” Fajardo tirando por fuera de la portería de Illgner un magistral pase de El Pibe desde la banda, y finalmente el cabezazo de Carlos Enrique, “La Gambeta” Estrada, que por poco se acomoda y nos hace gritar como locos. Nosotros, cada vez más pegados al mugroso vidrio, con el alma en la garganta. Habíamos hablado durante tanto de nuestra selección, de sus jugadores, de este partido y su posible desenlace, que en ese momento pendíamos no como individuos sino como un sistema que junto se emocionada y junto se preocupaba; además de la sangre de nuestros padres, el tiempo y las emociones compartidas nos ponían en el mismo plano trascendental. Y llegaron las emociones de verdad. Primero el aviso -el sufragio amenazante, como los que les llegaban a los políticos de esa época de parte de los narcotraficantes, que querían poner el país de rodillas- con el palazo de Matthäus en el que René no tenía nada que hacer. Miedo y ganas contenidas de hacer pipí. Luego el fuerte disparo de Völler que casi se mete en el palo izquierdo de nuestro cancerbero, y que puso a un par de los niños que estaban con nosotros a sollozar. Y finalmente ese magistral desborde de Littbarski que nos apagó la adrenalina y la voz. Minuto 89, nada que hacer Colombia. De vuelta a la cruda realidad de la violencia por doquier, de las desigualdades estructurales y de la desesperanza. Hasta dentro de otros veintiocho años. Los tres muy tristes, acongojados, pero juntos trasegando por ese corredor de bus que empezaba a normalizarse -no hay derecho, no nos lo merecíamos, decía un confundido William-. Y como nunca -o como siempre, bajo el curioso destino de las vidas de quienes nacimos en Colombia-, la luz llegó justo cuando el partido iba a terminar. Leonel recupera con fuerza, y casi instintivamente cruza un pase hacia el centro del campo, donde Fajardo avanza rápidamente y le entrega con suavidad la pelota a Valderrama, quien empieza a cincelar su obra maestra. El Mono oculta la bola como mago, y se aprovecha del gran Freddy Rincón para armar una inolvidable triangulación. El Coloso de Buenaventura se la presta al Bendito por un rato, el suficiente para entender que el destino le tiene un regalo enorme y hermoso, y que para reclamarlo simplemente tiene que usar su portentoso físico para correr muy rápido hacia el frente, esperando la magia de El Pibe. La bola llega en el momento indicado, justo para que Freddy se acomode y con una picardía infantil -como las que nosotros a veces lográbamos en la cancha de cemento del Parque Alemán, del barrio Los Alcázares-, le pase el balón por entre las piernas al arquero alemán. Gol. Golazo con abrazos que aún recuerdo con nostalgia. El “VIVA COLOMBIA” titilante en la pantalla, cuales luces de navidad. De hecho, todo estaba listo para que las fiestas navideñas empezaran ese 19 de junio a lo largo y ancho del país, con lo bueno o malo que eso conlleva. Esa tarde, justo cuando la tarde se volvía oscuridad y luces por doquier -la luna estaba bien escondida-, llegamos a casa cargados de naranjas e historias que contarles a nuestros padres. Pero lo más importante, llegamos unidos y optimistas gracias al gol de Freddy. Descanse en paz, señorísimo.

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