Markolino, te están buscando (capitulo 3)

Su primer amigo fue Ismael, y gracias a él, la música pudo apoderarse de sus buenos momentos.
La primera vez que Markolino vio a Ismael Miranda fue en Tompkins Square Park, una calurosa tarde de verano de 1964. El paradisiaco parque —abierto en una zona pantanosa para conmemorar a un vicepresidente de los Estados Unidos que seguramente nunca paseó por dichos parajes irregulares— había sido escenario de sangrientas batallas entre la policía de la ciudad y cientos de inmigrantes provenientes de distintas partes de Europa, que con ocasión del desempleo y el desabastecimiento de mediados del siglo XIX, lucharon desesperados por encontrar un lugar digno para existir en el Nuevo Mundo. Resultaba curioso que aun cuando el tiempo pasara, la zona seguía siendo un enclave de discriminación y dificultades para los que habían decidido dejar sus madres patrias y así buscar mejor suerte en la tierra de las aparentes oportunidades, entre los que se encontraban estos dos niños de sangre latina. El parque era equidistante a sus casas, de modo que mientras Ismael bajaba por la Avenue A desde la East 13th Street, Markolino subía por la misma avenida desde la East 3rd. Y al tratarse de un punto de encuentro habitual de todos los jóvenes del barrio, más aún durante las vacaciones estivales, era muy probable que aquellos se hubieran cruzado antes o incluso hubieran jugado a las escondidas o a la pelota cuando la horda de infantes se consolidaba como una fuerza lúdica de proporciones monumentales. Lo cierto es que hasta esa tarde de agosto, en la que el viento había cesado casi por completo y por ende la única forma de sobrevivir en la intemperie era resguardándose bajo la sombra de uno de los gigantescos olmos que habitaban el amplio jardín del Tompkins, nunca se había dado un encuentro cercano entre los futuros titanes salseros. Allí yacía también la Fuente de la Templanza, una imponente estructura de piedra que marcaba el meridano del parque y que en dicha época del año no solo era un atractivo arquitectónico, sino otra garantía de supervivencia gracias al agua que de ella emanaba para quien quisiera satisfacer su sed. El templete formado por cuatro pétreas columnas circulares era adornado por las tres virtudes teologales —fe, esperanza y caridad—, y servía como punto de encuentro o espacio de reflexión. Pero para el hijo menor de la familia Miranda, que había llegado procedente de Puerto Rico a mediados de la década de 1950, ese era el perfecto escenario para probar su cada vez más potente y melodiosa voz. Luego de terminar sus lecciones de canto y percusión en una academia de música ubicada por los lados de Long Island —su primer barrio—, Ismael cruzaba de regreso el Queens Midtown Tunnel para caer rápidamente a la Fuente. Gracias a la perfecta acústica que tenía, allí podía probar todo lo que estaba aprendiendo gracias a los buenos oficios de una tía soltera, que arrepentida de sus propias frustraciones patrocinaba la idea que tenía su sobrino de ser músico. Mientras tanto, el hijo del prófugo Dimond caminada, medio distraído, por uno de los senderos del parque porque no soportaba quedarse en casa aguantando el bochorno generado por no tener aire acondicionado. Al menos en el exterior podía entretenerse con su cauchera, tratando de derribar los pájaros que colmaban las copas de los árboles, o simplemente vacilando con algún otro niño aburrido del vecindario.
Justo en ese momento, cuando Markolino había decido parar su marcha para descansar a un lado del sendero, tal vez tomar una siesta, Ismael empezó a interpretar Un cigarrillo, la lluvia y tú, un potente bolero del compositor Alberto Cortez que, en la voz de Tito Rodríguez, se había popularizado en la comunidad latina del Loisaida hasta rozar la histeria. Poco a poco, la profunda melancolía con la que el boricua desplegaba los sentimientos empotrados en la canción llegó a los oídos del negro. “Pero quién es ese”, pensó Dimond, mientras se levantaba con rapidez y trataba de aguzar el oído para ubicar la fuente de tan portentosa melodía. Además de percibir una absoluta afinación en las notas que atravesaban el cálido aire que los separaba, a Dimond le intrigaba la forma en la que las palabras viajantes abrazaban un sentimiento que en pocas ocasiones había sentido de un cantante, y mucho menos de alguien que, por la dulzura de su pregón, seguramente debía ser tan joven como él mismo. Aun cuando en su casa se hablaba inglés —Sally tenía toda la intensión de desterrar cualquier vestigio del maldito Juan Fermín del hogar, y Rosaura no tenía el menor reparo en ello pues quería ser lo más americana posible—, para ese momento ya Markolino comprendía y hablaba un muy decente español, no solo por aquello que el padre alcanzó a transmitirle en los pocos años que compartieron, sino porque el barrio mismo era una verdadera sucursal caribeña en la que las cosas exudaban bembé y los poros absorbían changó. Tan pronto como se dio cuenta de que quien cantaba estaba ubicado al otro lado de los arbustos en los que descansaba, justo en el plan donde yacía la fuente donde a veces saciaba su sed luego de un partido de pelota, emprendió el camino para saciar su infinita curiosidad hasta que pudo ver, con claridad, a un muchacho que muy probablemente tenía su edad y que era el responsable del recital. Vestía camisa de cuadros celestes y rojos, pantalón blanco de dril y zapatillas vinotinto. Su cabello era castaño, ondulado, y cubría graciosamente sus orejas y cuello. Pero lo que más llamaba la atención —y seducía permanentemente a las mujeres que lo veían— era esa tremenda sonrisa con la que siempre andaba, y que en dicho momento de interpretación fungía como el enclave de donde toda la belleza del mundo emergía. Seducido por la imagen que ahora apreciaba con absoluta claridad, Markolino apenas pudo apiñarse en una de las columnas del templete —aquella que sostenía a la esperanza—, y seguir las armonías con las que Ismael avanzaba. Por supuesto, al terminar la canción, los dos adolescentes empezaron a hablar y sin mediar muchas palabras se dieron cuenta que estaban detrás de cosas similares alrededor de la música.
Mientras que Miranda quería ser cantante y tocar percusión, tal vez las congas o el mismísimo bongó, Dimond sentía que el piano era lo suyo. ¿Por qué el piano? Un poquito cuestión de suerte, respondió instintivamente Markolino. Le contó a Ismael que luego de haber sido agarrado un par de veces robando dulces en la tienda del barrio —sus amados Atomic Fire Bombs—, y gracias a los pocos beneficios provenientes del trabajo de su madre en el Welfare Service de la ciudad, le habían conseguido unas clases de música en un centro comunitario, no muy lejos de su departamento, para tenerlo ocupado y lejos de las malas compañías. Así fue como una vez pudo enrolarse en algunas clases de solfeo e interpretación, el niño descubrió que —según él— un viejo piano vertical Bluthner, color caoba, que yacía al fondo de la sala de instrumentos del centro, lo llamaba para que se acercara y lo manipulara. “Aunque suene a embuste, viejo Isma, ese piano quiso seducirme desde el primer momento porque algo en mí le generó deseo”, aseguraba Dimond mientras trataba infructuosamente de arreglarse la enmarañada cabellera que lo acompañaba todos los días. “Y vaya, la cosa era mutua, porque tan pronto me acerqué y puse las manos sobre ese armatoste, estallaron fuegos artificiales. Fue como si de lo profundo de mi mente brotaran conocimientos y habilidades para descifrar los secretos guardados por las blancas y las negras. Ahora sabía que sabía, y simplemente no quería parar de tocar porque allí estaba la felicidad”. En todo caso, repuso Markolino mientras su expresión cambiaba y sus buenos ánimos se oscurecían, tanta belleza no había durado mucho, porque luego de tres meses de estar practicando como un demente, sin que nada más importara, se le habían terminado las clases con ocasión de recortes de presupuesto en la oficina de Sally. “Y de vuelta a la vida de mierda que tenemos los que nacimos pobres”, sentenció casi al borde de las lágrimas. El adolescente Miranda se sintió conmovido por la historia del muchacho que acababa de conocer, y pensó en que a él le podría estar pasando lo mismo de no ser por la ayuda familiar. Tal vez podría hacer algo por el chico de la East 13th, ya que no era poco lo que su tía pagaba en la academia de Long Island por las clases que recibía, y tal podría buscar un descuento o una beca para que siguiera en el proceso. Fue así como le pidió a Markolino que estuviera al día siguiente, muy al punto de las dos de la tarde, en la esquina de la 46 con Broadway, justo en el viejo edificio donde tres veces por semana recibía las lecciones de canto y percusión. Allí los recibiría Paquito Hechavarría, un reconocido pianista cubano de la escena neoyorquina, recientemente llegado de Miami, que también dedicaba sus días a la enseñanza del instrumento. Ismael había logrado que el maestro le hiciera una prueba a Dimond, con el fin de determinar si era tan bueno como él decía que era, y eventualmente considerar la posibilidad de darle una beca para continuar estudiando de la mano de alguien que pudiera encausarlo por la senda de la música afrocubana y tal vez el jazz. Fue así que el serio y rechoncho profesor le pidió al ensimismado chico que se sentara enfrente del magnífico piano de cola Steinway, y tocara lo que él quisiera. “Pero ojo, que lo que interprete me demuestre que usted sabe qué es lo que está haciendo, o al menos que usted sabe qué es lo que quiere hacer”, le advirtió Hechavarría. Markolino respiró profundamente, cerró los ojos, y durante una milésima de segundo se preguntó cuál debería ser la pieza a ser interpretada; no es que se supiera muchas, y la verdad es que lo que más disfrutaba hacer era jugar en —y con— el piano. Es decir, permitirles a sus dedos que, sabiendo con exactitud el sonido de cada nota del alargado teclado, se conectaran con la profundidad de su ser creativo para producir secuencias armónicas que, además de ajustarse correctamente a las reglas del sonido escalar, produjeran sentimientos trascendentales en los eventuales oyentes. “No puede ser nada más que esto”, concluyó tranquilo. Y así fue como interpretó, durante poco más de cincuenta segundos, la primerísima, básica e inocente maqueta de lo que muchos años más tarde sería el majestuoso solo incluido en la canción Brujería. La suerte estaba echada para que estos dos niños anduvieran inseparables por un tiempo, soñando con volverse los mejores músicos de Manhattan para así poder montar una gran orquesta que les diera fama y fortuna.

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