Markolino, te están buscando (capítulo 1)

Un día más en la tienda de pianos, para tratar vender pianos. Un día más cargando con la ansiedad de llegar a tiempo a su lugar de trabajo a través de la Interestatal 80 —que conectaba la enorme San Francisco con la modesta Oakland— para no ser regañado por el puto jefe que le daba para comer. Un día más resbalando sinuosamente por el eterno embudo que era la monstruosa autopista, con sus blancas líneas perfectamente impregnadas en el gris asfalto, que siempre trataban de imponerle a todo el mundo para donde ir y cómo evitar meterse en líos con la policía. Y como de costumbre con las chatarras rodantes que siempre había tenido que manejar Markolino a lo largo de su vida, el angulado Ford Fairmont modelo 78 —color azul petróleo— ya empezaba a echar gases, avisando que se estaba quedando sin agua: que se seguía muriendo, lentamente pero a paso seguro. “Dale, sólo un poquito más y llegamos”, pensaba angustiado, sabiendo que ese giro a la izquierda por la salida 56 era tan poco como para confiar en que Elegua le echaría una mano y le permitiría llegar al estacionamiento del Franklin Plaza. Pero también era tanto como para que en cualquier momento el armatroste que conducía dijera “no más”, con un contundente estallido en el exhosto. Al final no todo podía salir mal esa mañana, y alcanzó a parquear en el lugar de siempre, al frente del Dunkin Donuts donde trabajaba su amigo colombiano Caliche, abrir el capó y echar agua en el depósito del radiador para refrescar al moribundo, agarrar el viejo maletín de cuerina azabache donde reposaban algunas partituras viejas, y subir a pasos ligeros hasta el tercer piso donde lo esperaba la Jammy Jam’s Music Store, lista para ser encendida y abierta.
Hubiera querido entrar al Dunkin para saludar a Caliche y contarle lo que había pasado la noche anterior, el sueño que había tenido, pero el tiempo no le daba ni para recibir ese café gratis que con frecuencia le brindaba su amigo —que siempre se quejaba de la calidad del grano que les tocaba usar, porque seguramente venía de Brasil y no de la zona cafetera colombiana, de donde era oriundo y de donde salía el mejor producto del mundo—, de modo que apenas lo saludó a través de la vitrina con un gesto y el movimiento de la mano. Ya habría tiempo para hablar, a la hora del almuerzo. Por ahora, lo que convenía era ser muy hábil con las llaves del local comercial, que siempre se le confundían, para que cuando Jedediah se apareciera, con sus ruidosas espuelas y su sudad camisa leñadora, ya todo estuviera listo; puertas abiertas, luces encendidas, y el dummy de cartón de Lionel Richie bien ubicado a la derecha de la caja registradora. Y es que en Jammy Jam’s no solo se vendían instrumentos musicales sino también uno que otro disco, porque las ventas ya no eran las de antes y había que diversificar. Al menos tener vinilos de algunos artistas de moda y uno que otro de música clásica, para saciar la inspiración o el consuelo de los intérpretes que llegaban a la tienda buscando comprar o arreglar sus artefactos. ¿Qué quién era Jedediah? Pues el amigo de su papá que le había tendido la mano luego de la última —y ojalá definitiva— salida de la clínica de rehabilitación, y le había dado ese empleo de vendedor. Un viejo hijo de puta y tacaño —míseros 6.50 dólares la hora—, mañoso, desconfiado, pero el único que le ayudó en aquel invierno en el que los doctores le dijeron que ya estaba curado porque, básicamente, ya no tenía quién le pagara la mensualidad para poder seguir adelante con los procedimientos físicos y psicológicos a los que estaba sometido. En definitiva, había que agradecerle llegando a tiempo, cumpliendo con las labores y haciéndole caso con aquello de usar la camisa con el logo de la tienda. Ni siquiera tenía metas de ventas que cumplir, por lo que realmente se trataba de un acto de caridad de parte del bueno de Jedediah.
Mientras ajustaba los zapatos de Lionel —de cartón como los de Manacho— en la base de metal en la que solían poner las figuritas de promoción que a veces recibían de las disqueras, Markolino recordó que José Fermín Coronado, su papá, había quedado de pasar al mediodía para comer y hablar. No muy lejos había un restaurante cubano donde la comida era buena y barata, y a donde su viejo iba con frecuencia como buen nostálgico que era de su tierra. No podría entonces hablar con Caliche sobre aquellas terribles imágenes que lo habían hecho despertar, sobresaltado y sudoroso, alrededor de las 3:15 am según el despertador de números fluorescentes. Ni modo, pensó, porque la cita con el padre se había acordado hacía tiempo y le debía una invitación luego de esos últimos meses de patrocinio, antes de que le saliera la chamba de la tienda, que en todo caso también había sido gracias a sus buenos oficios. Además, estaría bien empacarse un buen plato de moros y cristianos, una exquisitez que desde niño había aprendido a disfrutar gracias a sus amigos latinos del barrio —una de las muchas manzanas miserables ubicadas en el Upper-East-Side de Manhattan, Nueva York. Aunque era hijo de cubano, el vendedor de pianos había nacido del vientre de una mujer afroamericana, Sally Dimond, y como muy pronto la pareja se había separado por quien sabe cual de los miles de problemas que tenía —pobreza, vicios, infidelidades—, nunca tuvo ese tipo de comida en su mesa no solo por las carencias con las que vivían sino porque nunca hubo conexión consciente con las raíces paternas. Bueno, pensó resignado, siendo las 10:07 am había que atornillarse detrás de la mesa y esperar a que alguien llegara, fuera quien fuera. Eso sí, era menester poner algo de música para ambientar la tienda, porque resultaba absurdo que un templo de las musas no tuviera cuando menos algo de ambientación. El Super Apollo 47:50 de Roberto Roena y Adalberto Santiago estaba a la mano, y para arrancar la jornada ese estaría bien.
Cuando empezó a sonar Vigilándote, interpretada en el piano por un tal Papo Lucca —el niño maravilla de los teclados, decían algunos—, Markolino sintió como de un momento a otro su desgarbada figura empezaba a entumecerse con ocasión del surgimiento de una fuerza visceral e inmanejable, completamente desconocida hasta ese momento, que venía desde lo más profundo de su cabeza. Durante las últimas semanas había percibido que los dedos de la mano izquierda se le entumecían luego de la lavar la loza, lo cual no había sucedido ni siquiera luego de haber tocado teclados por horas. También se había dado cuenta de que la melancolía que lo acompañaba desde que tenía razón se presentaba en su humanidad con mayor frecuencia, aun si estaba tomando mil y una pastillas para controlar los súbitos cambios de ánimo asociados a su narcolepsia y adicciones. Incluso, en al menos tres ocasiones se había orinado durante las pocas horas de sueño que lograba conciliar en las noches de soledad, en su estéril apartaestudio de 7X6 metros. Pero esa parálisis que sentía en dicho momento, primero en su hemisferio izquierdo y luego en el derecho, subiendo desde las plantas de los pies hasta el cuello como una poderosa enredadera, era nuevo y sin duda sugería que algo no andaba bien. Cuando trató de incorporarse de su silla de metal y aplicaciones de plástico, le vino un profundo dolor de cabeza que partía de la nuca y terminaba en las cejas. Fue tal la sensación de ardor y presión que se apropió de su frente que buscó cubrirla con una mano, pero entonces se dio cuenta que ya no tenía la capacidad de controlar los movimientos de sus extremidades. Y entonces llegó el pitido agudo que los hizo perder conexión con el mundo externo, y sumirse en un estado de confusión y ensoñación en virtud del cual empezó a ver cosas, otras cosas.
Primero vio un águila calva —igual a aquella que adornaba el sello del presidente de los Estados Unidos— volando hacia él, rauda y sin la menor intensión de parar antes de clavarle sus poderosas garras en los pómulos. Pero de un momento a otro la enorme ave rapaz se difuminó en una cortina de humo, y de ella emergió Irma, su amada Irmita. Iba de de la mano de un señor que al principio no pudo distinguir, desfilando con ese vestido de tul azul cielo con el que la había visto por primera vez, atravesando apurada una de las mugrosas calles de su vecindario en la Gran Manzana. Pensó en lo rápido que había pasado el tiempo, aun si en innumerables ocasiones él mismo siguiera sintiéndose como el niño retraído que había sido en aquella época, y que había tenido la fortuna de ver a aquella hermosa nena. De pronto se dio cuenta que el hombre que guiaba a la infante no era otro que Frankie Dante, su gran amigo a pesar de las circunstancias, quien —como no podría ser de otra forma— vestía el elegantísimo atuendo de chaqueta verde aterciopelada con amapolas rojas y calzones beige, con el que había sido retratado para la carátula de su obra maestra conjunta, el Beethoven´s V. A medida que se alejaba con Irma, Frankie le sonrió y le hizo una señal de despedida con la otra mano. Y como si no fuera suficiente, mientras las figuras de su amada y su pana se fueron oscureciendo hasta que, en bajo las más profundas tinieblas, empezó a oírse a si mismo interpretando el solo de piano de Rompe Saraguey, que con tanto amor le había compuesto a Héctor Lavoe para rendirle culto a la veneradísima Santa Bárbara. Todo esto no era otra cosa que la prueba de que la sífilis que Markolino había recibido de Petra, una famosa suripanta del camellón de San Juan, durante una madrugada de juerga luego de un gran concierto dado en el Coliseo Roberto Clemente en 1976, estaba por fin saludando desde su trono —el cerebro del ya moribundo—, a donde finalmente había llegado para dar la estocada final. Así era la Treponema Pallidum que causaba la neurosífilis: silenciosa y jodídamente escurridiza, pero en últimas infalible con su huésped. Antes de desvanecerse, ya con la boca muy abierta y la mirada triste, el vendedor de pianos de treinta y seis años —aunque pareciera de cincuenta por lo duro que se había dado contra la vida— alcanzo a ver la figura de su padre entrando a la tienda para tratar de auxiliarlo, con movimientos inusualmente ligeros para una persona de su edad y tamaño, pero ya siendo tarde para hacer cualquier cosa. Siempre había sido tarde para Markolino, porque todo parecía indicar que había nacido predestinado a que su inconmensurable genio musical fuera directamente proporcional a su mala vida.

Comentarios

Entradas populares de este blog

Markolino, te están buscando (capitulo 3)

El gol de Freddy