Markolino, te están buscando (capítulo 2)

Loisaida. Yo soy del barrio, mi socio, ese soy yo.
El Lower-East-Side era, para 1959 —cuando Markolino era ya un niño largo y desgarbado—, una espesa amalgama de clase obrera pobre, culturas migrantes, y en general poblaciones históricamente marginadas. Y pareciera que siempre había sido así, que se trataba de un eterno retorno. Primero fue la tribu Lenape de Rechtauck —así le llamaban a la zona desde el principio de los tiempos—, desplazada sin miramientos por los puritanos holandeses que llegaron raudos, en el siglo XVII, a ejercer su supuestamente sagrado derecho de colonización para fundar la nostálgica “Nueva Ámsterdam”. Luego, cuando ya había blancos de cuellos colorados que se creían estadounidenses, fueron los granjeros negros que habían adquirido una incipiente libertad los que tuvieron que salir corriendo para proteger sus vidas, pues el avance del “progreso” que representaba la ciudad los había convertido en foco de sospecha y ataques racistas. Con el tiempo, y gracias a la quimera del sueño americano que trajo millones de migrantes, fueron judíos y polacos los que llegaron y pronto se marcharon del barrio porque el hampa y los vicios estaban apropiándose de sus propiedades y sus juventudes. No les había valido ese gran proyecto de vivienda popular con altos y bien alineados edificios, las “First Houses”, con el que en 1935 el Distrito de Manhattan había tratado de seducirlos para que se asentaran en la zona, pues muy pocos años después estaban, literalmente, dejando todo tirado para consolidar su anhelo de ser —y parecer— portentosos ciudadanos neoyorquinos. Y allí es cuando llegaron los latinos, en su mayoría inmigrantes puertorriqueños, cubanos, dominicanos y uno que otro colombiano, a recoger los pedazos de una larguísima saga de despojos y abandonos. A apropiarse de lo poco que había quedado —luego de innumerables jornadas de iniciales expectativas y conclusivos desencantos—, para tratar de construir una vida digna lejos de la madre patria, fuera lo que fuera aquello que describía dicho apelativo. Fueron estos últimos los que, al no dominar el idioma y tener problemas para contarle a los familiares y amigos que habían dejados atrás del mundo en el que vivían al otro lado del Mar Caribe, decidieron simplificar la cosa y denominar al territorio comprendido entre Bowery al oeste, East Houston Street al norte, FDR Drive y el Río al este, y la Calle Canal al sur, como Loisaida. Así, con el sabor y la frescura de todos los acentos caribeños unidos en un solo conjuro.
Markolino Dimond era hijo de ese barrio, y se sentía orgulloso de serlo. Había nacido en el Gouverneur Hospital de la Calle Water, durante una muy calurosa tarde de Junio de 1950, según le contaba su madre cuando trataba de auscultar sus orígenes. Ella, Sally, era trabajadora social del Welfare Department de la ciudad, que era algo así como la entidad encargada de prestar asistencia social a los pobres y desamparados de Nueva York, que eran muchos y de gran variedad. “Este trabajo es toda una paradoja, porque con lo que gano calificaría para ser beneficiaria de mi propia atención”, solía decir la maciza mujer negra —procedente de una estirpe que había sido largamente sometida a la esclavitud y la opresión en el sur de Estados Unidos— cuando quería hacer un chiste sobre si misma para bajar el nivel de tristeza de situación. En un principio, todo había sido como en un cuento de hadas; la chica lista que había logrado romper con su pasado servil al arribar a la Gran Manzana para cumplir su sueño de una vida digna y decente, al lado de un hombre bueno y trabajador. ¿Y quién era ese? Pues nadie más y nadie menos que José Fermín, ese galante y bien parecido cubano que la había seducido a punta de claveles, sonrisas y sones interpretados en español y a capella, pues aún no hablaba el idioma del país debido a su condición de recién llegado. Aunque siempre se imaginó al lado de uno como ella, tal vez un negro del Este con ideas claras en materia de libertad e igualdad, la posibilidad de formar una familia con un tipo como aquel que la pretendía no le disgustó, porque además de sentir atracción física por su piel tostada y sus maneras desparpajadas, sentía que su aproximación a la existencia podía ser común: nuevos comienzos, nuevas oportunidades. Lo cierto es que ella le dijo que si al aspirante a músico —quería tocar el clarinete en alguna de las orquestas latinas que se presentaban con éxito en los Big Halls de Broadway—, y aunque modestamente dispuesto, hubo matrimonio a lo grande en el barrio. Pero luego de un platónico comienzo de la relación, en el que todo era amor y promesas bienintencionadas, empezaron las tribulaciones. Con ocasión del nacimiento de Rosaura, la hermana mayor de Markolino por cinco años, el júbilo inicial se transformó en preocupación por cómo iban a poder sostener a ese ser indefenso que había llegado, pues todo todo costaba, y aún más en un mundo que había quedado semidestruido en cuerpo y en alma por la Segunda Guerra Mundial. Y para colmo de males, como José Fermín era bueno, pero no tan bueno para entrar a las bandas de Tito Rodríguez, Tito Puente o Machito, la frustración hizo que el tipo empezara a tener comportamientos erráticos con su familia. Malos humores que evitaban un momento de alegría, ataques de ira que incitaban la desconfianza, y reclamos provenientes de situaciones intrascendentes. Además, y con la excusa de ir a buscar dinero para pagar las cuentas, Sally tenía que aguantar las cada vez más extendidas ausencias de su marido, quien supuestamente estaba conformando un sexteto en Filadelfia y tenía algunas presentaciones en los clubes menores de la revolucionaria ciudad. Hasta que un buen día, sin más, el hombre se fue sin dejar rastro, se desvaneció de las vidas de Sally, Rosaura y Mark —que era apenas un renacuajo con ojos grandes de dos años—, y casi que todo se fue a la mierda para ellos.
Lo curioso es que aun si la súbita desaparición del padre era una causal más que justificable para que Markolino desplegara odio y resentimiento contra aquel ser fracasado, en realidad el sentimiento que existió siempre en su corazón fue el de anhelo, podría incluso decirse que de nostalgia por aquel que alguna vez se tuvo cerca y se amó con verdad. Pero es que nunca fue así. Aunque era muy poco lo que podría recordarse del progenitor cuando el tiempo compartido había sido tan exiguo, el departamento de tercer piso en el que siempre vivieron, con sus agrietadas paredes, piso de roída madera y feo papel tapiz color lavanda, estaba lleno de portentosas ruinas y claros rastros de José Fermín, de modo que de aquellos vestigios era que Dimond alimentó siempre la leyenda y la saudade hacia lo que al final era más un concepto ideal que una persona. En el baño había un raído tarro de colonia Old Spice, con el que cada vez que se encerraba a olerlo podía imaginar, mientras cerraba los ojos y exhalaba profundamente, a un hombre alto, macizo y curtido, pero siempre de impecable apariencia y florido humor; casi que a un marinero de corveta, atravesando orgulloso el malecón del nuevo puerto al que llegaba mientras todos lo miraban con sorpresa y envidia. Luego, el armario del cuarto de Sally tenía una gaveta muy alta que, cuando la madre no estaba y había tiempo para explorar, el niño alcanzaba con ayuda de una escalera para encontrarse con ropa de hombre que en alguna oportunidad había sido usada por el extrañado. En particular, le encantaba una chaqueta de mangas largas de lana virgen beige y cuerina acaramelada —sin duda buscando imitar el hermoso brillo y elegancia del cuero de becerro—, que se ponía para mirarse al espejo y le quedaba enorme, pero con la que seguramente su viejo había salido en innumerables ocasiones a tocar en las agrupaciones de las que había hecho parte —pensaba él—, siempre con esos benditos dedos que hacían que un clarinete cualquiera sonara como una celebración estival entre las aves canoras más bellas de un bosque. Y cómo no, oía y volvía a oír los discos de vinilo que el padre había dejado por la súbita e inesperada forma en la que se fue para no volver. Le gustaba quedarse mirando a profundidad los rostros impresos en la portada de un elepé color magenta de la Sonora Matancera que no tenía título, del cual salía “Hay que vivir el momento”, interpretada por un tal Miguel D’Gonzalo, y que a él lo hacía sentir apaciguado cuando algo malo le ocurría. Luego estaba “Beerebee Cum Bee”, canción incluida en el disco Carambola de Machito y sus Afrocubanos, que tenía un ritmo alegre pero sofisticado que le alegraba el rato, le hacía mover el incipiente cuerpo, además porque tenía partes en inglés que podía entender —Markolino nunca alcanzó a aprender español del padre, tal vez lo entendía un poco—. Pero el que más le gustaba era, sin duda, “Descarga Caliente”, tema en el que Bebo Valdés —un legendario músico cubano de estirpe de maestros de la vieja guardia— interpretaba el piano para dirigir a un grupo de músicos talentosísimos, para juntos crear algo que al niño le hacía total sentido desde su inocente percepción: los instrumentos conversaban en vez de superponerse, y la conversación era agradable. Ya que su mamá nunca hablaba de él, y le tenía prohibido a Rosaura —quien tenía cinco años más de posibilidades de recordar cosas— referirse al “señor ese”, esta era la única forma en la que Markolino podía aproximarse a quién, a pesar de las circunstancias, decía querer, respetar, y aguardar por su eventual regreso para planear hacer algo especial juntos.
Ya al final de la tarde, cuando se cansaba de oír vinilos en el viejo tocadiscos Garrard, Markolino empezaba a sentir la necesidad compulsiva de ir por dulces a la tienda de la esquina. No es que siempre tuviera ganas de comer caramelos, ni tampoco se trataba de cualquier caramelo, sino que tenía que ser un Atomic Fire Ball en ese preciso momento del día. Se tratada de una perfecta esfera roja, recubierta de pasta dulce y con centro masticable, pero que además tenía algo totalmente único: un núcleo líquido y picantísimo de canela, que hacía llorar hasta a los más bravos. Para el flaco y crespo infante, comerse uno de esos durante el atardecer era simplemente una necesidad casi que vital, y si ocurría que a la hora de quererlo no tenía los 10 centavos de rigor o no le daban permiso para salir del edificio e ir a la farmacia a comprarlo, las cosas se ponían difíciles. Su usual compostura cambiaba de forma súbita, y los berrinches no eran normales. Lloraba hasta que los ojos se le pusieran tan colorados como el dulce que quería, gritaba cosas sin sentido, y hasta pateaba las puertas del departamento. Parecía como si tuviera un primer vicio, una dependencia inocente, pero una que empezaba a dejar ver rasgos de su personalidad y grietas de su psique.

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